Cómo interpretar las relaciones humanas en el trabajo: claves antropológicas para líderes
Descubre cómo leer las dinámicas de equipo desde una perspectiva antropológica para mejorar la gestión, el liderazgo y la cohesión grupal. Las relaciones humanas son sencillas si ponemos las buenas gafas.
COMMUNICATIONMANAGEMENTDYNAMIQUE DE GROUPE
LYDIE GOYENETCHE
2/15/20255 min leer


Madrid, lunes por la mañana. En una sala de reuniones del centro, un nuevo equipo se enfrenta a su primera sesión estratégica. No se conocen bien, pero ya emergen silenciosamente tensiones, roles implícitos, gestos de poder o de repliegue. El gerente, sentado al fondo, observa. ¿Cómo ejercerá su autoridad? ¿Desde qué lugar? ¿Con qué legitimidad?
En ciencias sociales, hacer autoridad no es lo mismo que tener poder. La autoridad se construye, se transmite y se acepta socialmente. Como cuando un niño reconoce en su madre o su abuelo no solo una figura adulta, sino una presencia fiable, coherente y acogedora. Esa experiencia primigenia de vínculo y de seguridad emocional funda en nosotros la capacidad de reconocer una autoridad legítima.
En el ámbito laboral, estas dinámicas no desaparecen: se transforman. Cada equipo reproduce, en cierta medida, los modelos de socialización aprendidos en la infancia. Y cada líder está llamado a navegar entre su función formal y la dimensión más profunda de su presencia: ¿es una figura que organiza o una figura que transmite?
Ponte las gafas antropológicas y acompáñame en esta lectura. Porque liderar en Madrid hoy no consiste en gestionar personas como piezas de un sistema, sino en cultivar vínculos significativos, donde la autoridad se encarna y la transmisión se hace acto.
Liderazgo humano, autoridad y vínculo seguro: ¿por qué confiamos en algunos líderes y no en otros?
Cuando éramos pequeños, no necesitábamos grandes discursos para sentirnos seguros. Bastaba la mirada de nuestra madre al entrar en una habitación, la voz grave y firme de nuestro abuelo en medio del caos, o incluso una mano que nos tomaba con suavidad en el momento justo. Aquello era autoridad, no por imposición, sino por presencia. Una presencia que daba forma al mundo y lo hacía habitable.
En los equipos de trabajo, estas memorias profundas siguen vivas. No siempre lo sabemos, pero nuestro cuerpo reacciona ante la autoridad de manera visceral: se abre o se cierra, se relaja o se pone en alerta. Un líder humano no es solo aquel que da directrices, sino aquel que ofrece un vínculo seguro desde el cual los demás pueden desplegarse.
👉 En Madrid, donde muchas organizaciones combinan jerarquías tradicionales con dinámicas ágiles, esta dimensión del liderazgo se vuelve esencial:
¿Soy una figura predecible, que sostiene con claridad y apertura? ¿O soy una figura ambigua, que deja a los demás sin marco emocional?
El equipo necesita una figura de referencia, como el niño necesita a su madre para explorar el mundo.
Y si esa figura falta o se vuelve amenazante, los miembros del equipo empiezan a autoorganizarse según patrones defensivos: rivalidades, silencios, excesiva dependencia o aislamiento emocional. Como el niño que no sabe si llorar llamará la atención… o el rechazo.
Lectura emocional de los equipos: liderazgo empático y dinámicas invisibles
Detrás de cada gesto en el trabajo, detrás de cada silencio o interrupción, hay algo que no se ve pero que se siente. Una microexpresión, un tono de voz que cambia, una mirada que evita o una silla que se aleja un poco más de la mesa. Como cuando un niño, en el parque, no corre hacia su madre aunque la vea: espera primero comprobar si ella lo está mirando.
Ese gesto —mínimo, sutil, apenas perceptible— habla del vínculo. Y en las empresas, esos gestos se multiplican.
Un líder que quiere comprender a su equipo necesita desarrollar algo más que competencias técnicas: necesita afinación emocional. No para ser psicólogo, sino para ser humano. Porque el clima relacional de un grupo es como el campo emocional de una familia: si hay confianza, las personas se abren. Si no, se esconden tras máscaras profesionales que les impiden brillar.
En Madrid, donde muchas empresas están en transformación, la lectura emocional de los equipos puede marcar la diferencia entre un liderazgo que controla… y uno que transforma.
🔸 ¿Quién busca aprobación todo el tiempo?
🔸 ¿Quién desafía pero en realidad pide límites?
🔸 ¿Quién se mantiene al margen porque teme al rechazo?
No son preguntas de manual, sino de piel. De esas que se hacen también los padres atentos cuando su hijo calla sin razón aparente. El liderazgo empático, basado en una escucha activa y sensible, no es blando: es firme como el abrazo de una madre cuando el niño llora y no sabe por qué.
Seguridad psicológica y liderazgo: el ejemplo de Google
En 2012, Google lanzó el Project Aristotle, una investigación interna para descubrir qué hace que un equipo sea realmente eficaz. Tras analizar más de 180 equipos, descubrieron que el factor más determinante no era el talento individual ni la estructura organizativa, sino la seguridad psicológica: la sensación compartida de que el equipo es un espacio seguro para asumir riesgos interpersonales.
Esta seguridad psicológica se asemeja a la confianza que un niño siente cuando sabe que puede equivocarse sin ser juzgado, cuando puede expresar sus ideas sin temor a ser ridiculizado. Es la base sobre la cual se construyen equipos innovadores y resilientes.
Para fomentar esta seguridad, los líderes deben adoptar comportamientos que demuestren empatía y apertura. Por ejemplo, reconocer sus propios errores, invitar a la participación activa y mostrar vulnerabilidad. Estas acciones crean un entorno donde los miembros del equipo se sienten valorados y escuchados, lo que a su vez mejora la colaboración y el rendimiento.
Así como un niño necesita un entorno seguro para explorar y aprender, los equipos requieren un liderazgo que proporcione ese marco de confianza y apoyo. Al igual que en una familia donde se cultiva el apego seguro, en el ámbito laboral, la seguridad psicológica permite que los individuos se desarrollen plenamente y contribuyan de manera significativa al colectivo.
Conclusión: del niño que busca protección al adulto que sostiene la vida
Toda gestión auténtica nace de un movimiento profundo de reconocimiento. Al principio, somos ese niño que necesita una mirada que lo vea, una voz que lo nombre, unos brazos que lo sostengan. En la infancia, este vínculo —llamado por Winnicott “apego suficientemente bueno”— no es solo un soporte afectivo. Es el molde invisible desde el cual se construyen nuestras estructuras de pensamiento, nuestras formas de vincularnos con el mundo, de confiar, de decidir, de liderar.
Desde una perspectiva antropológica, esta base de apego temprano forja lo que algunos autores llaman el núcleo central del sujeto: ese conjunto de valores, creencias, emociones y deseos profundos que estructuran nuestra identidad a lo largo del tiempo. Lo que proyectamos hacia el exterior —nuestra periferia conductual— puede variar según el contexto, pero este núcleo permanece como guía silenciosa, tanto en la vida personal como en la profesional.
Gestionar un equipo, entonces, no consiste solo en asignar tareas o resolver conflictos. Es asumir la responsabilidad de convertirse, simbólicamente, en ese adulto que otros esperan: un referente estable, una figura de autoridad emocionalmente madura, que no impone desde el poder, sino que transmite desde la presencia. Es dar forma a un espacio donde los demás puedan, a su vez, convertirse en quienes están llamados a ser.
Y así, la figura del líder se transforma. Ya no es solo estratega o coordinador. Es portador de cultura. Es aquel que sostiene al grupo como una madre sostiene a su hijo dormido en los brazos: no para controlarlo, sino para permitirle crecer. Es aquel que reconoce en cada miembro no solo una función, sino un rostro, una historia, una humanidad.
Quizá por eso, en un mundo que cambia tan deprisa, los equipos más sólidos no son los más técnicos, ni siquiera los más experimentados, sino los que han aprendido a generar esta confianza profunda: la que nace del respeto, de la escucha y del coraje de cuidar. Porque en el fondo, liderar es custodiar —no solo los resultados, sino el alma colectiva que los hace posibles.