¿Tiene mi hijo TDA o TDAH? Testimonio de una mujer adulta

Una mujer diagnosticada con TDA a los 45 años cuenta su recorrido escolar, emocional y laboral. Un testimonio que puede ayudar a comprender a tu hijo. Descubre este magnifico cerebro neuridvergente.

VEILLE SOCIALE

Lydie GOYENETCHE

8/8/202416 min leer

INCLUSION
INCLUSION

“No estoy distraída. Estoy en otro plano.”

Durante años, me dijeron que parecía tener la cabeza en las nubes. “Estás en tu mundo”, decían, como si vivir con la mente en expansión fuera una forma de ausencia. Pero en realidad, yo estaba más presente de lo que parecía. Presente en cada detalle invisible, en cada emoción callada, en cada vibración del ambiente. Mi mente no caminaba en línea recta. Volaba.

Todavía me acuerdo de aquel día en primero de primaria. La maestra hablaba, pero yo abrí un libro que tenía delante y vi un barquito dibujado en una de las páginas. Era tan bonito, tan lleno de promesas… En vez de seguir la lección, me fui de viaje. En mi cabeza, el barco zarpaba rumbo a una isla misteriosa. De una idea saltaba a otra, como si cada pensamiento tuviera alas. No tenía ni cinco años y ya era experta en cambiar de horizonte sin moverme del pupitre. La maestra se enfadó, claro. En aquella época, eso era lo normal.

Hoy sé que esto tiene un nombre: TDA. A veces con H, a veces sin. No como una etiqueta, sino como una llave. Una forma distinta de habitar el tiempo, de conectar ideas, de sentir el mundo. No soy menos atenta. Soy más sensible. No soy dispersa. Soy intuitiva. No estoy perdida. Estoy profundamente presente, solo que en un lugar donde muchos no se detienen a mirar.

En este artículo quiero hablarte desde dentro. No desde una teoría médica, sino desde la vivencia real de quienes llevamos un TDA como forma de ser. Hablaremos de la hipersensibilidad, de la fatiga mental, de la creatividad que brota en los márgenes, del deseo de comprender y de la necesidad vital de sentido.

Si tú también te sientes así —o amas a alguien que vive así—, este texto es para ti. No para diagnosticarte, sino para abrazarte. Porque vivir con un TDA no es estar roto. Es ver el mundo en mil colores cuando otros solo ven en blanco y negro.

Explosiones de luz que se desvanecen

Después de haber enfadado a mi primera maestra, incapaz de conformarme con la idea de que 1+1=2, porque mi pobre cerebrito divagaba entre varias teorías frente a tanta abstracción —¿por qué 1+1 tenía que ser 2? ¿Y si fuera 1? ¿O 3? ¿No era todo cuestión de convenciones?— me perdía otra vez contemplando lo bello que sería un resultado espejo: 1+1=1. Y allá me iba, de nuevo, a un mundo de posibilidades que brillaban más que cualquier regla de cálculo.

En mi segunda escuela, la maestra fue más pragmática. Usó cubos. Ah, claro, 1+1=2. Fue como un torrente de conexiones en mi pequeño cerebro, como si cada sinapsis saltara de alegría. ¡Ahora todo tenía sentido! Pero mientras la clase pasaba a otra cosa, yo seguía en medio de ese torbellino de conexiones, saboreando la belleza de entender. Era casi filosofía matemática dentro de una cabecita de seis años.

Cinco minutos después, ya había olvidado la euforia de tantas conexiones, como si la luz de aquel descubrimiento se hubiera desvanecido entre otras mil ideas que pasaban volando. La emoción era intensa, brillante, casi mágica… pero efímera. Algo dentro de mí siempre iba más rápido que el resto, y al mismo tiempo, algo se cansaba demasiado pronto. Era como si mi mente funcionara con fuegos artificiales: deslumbrante, imprevisible… y agotadora.

Un diagnóstico que no decía tanto

Al llegar a Francia, en segundo de primaria, la maestra detectó una dislexia. ¡Ah, entonces era eso! Finalmente una palabra para explicar por qué a veces las letras parecían bailar, y por qué confundía la portada del cuaderno con la contraportada. En realidad, mi único “problema” era distinguir el derecho del revés, o copiar al revés el cuaderno del vecino cuando me perdía en clase. Nada grave, pensé. Nunca me fue mal en francés. Amaba las palabras, sus ecos, su musicalidad. Me gustaba escribir, escuchar, imaginar.

Fue en matemáticas donde empecé a soltar amarras. La trigonometría, la geometría… esas ciencias tan rectas y exactas me resultaban un poco estrechas. Difícil perderse soñando en un pequeño barco sobre una hoja cuadriculada. No había viento, no había mar, solo fórmulas y reglas sin misterio. Así que me quedaba en la orilla, mientras los demás resolvían sus problemas con regla y compás. Yo prefería seguir navegando en lo invisible, aunque eso no figurara en las notas.

El juego de los sistemas misteriosos

Pero como tenía padres atentos, tuve la suerte de recibir clases por la tarde. Un profesor —no recuerdo su nombre, pero sí su voz paciente— me explicó los sistemas de ecuaciones. Y entonces... volvió la magia. De repente, ese mundo rígido de números se abría como una novela de aventuras. Los sistemas de ecuaciones se convirtieron en mi pasatiempo durante algunos fines de semana. Era como un juego de pistas para mi pequeño cerebro: buscar, combinar, deducir, y ¡tachán! encontrar el valor oculto de la incógnita.

El juego, siempre el juego. Con él, hasta las matemáticas se volvían un misterio digno de explorarse. Era como seguir el rastro de una historia secreta, con personajes que eran letras y números, escondidos detrás de signos igualitarios. Aunque todo esto solo duró unos pocos fines de semana, la sensación de haber comprendido algo complejo me acompañó mucho tiempo. Y con ella, también volvió mi propensión a divagar… pero con una nueva aliada: la lógica.

Una atención que vuela: así funciona el TDA en la infancia

A la luz de estos recuerdos, comprendo ahora que lo que vivía no era simplemente “estar en las nubes” o “ser despistada”, como se decía entonces, sino una forma de atención diferente. El Trastorno por Déficit de Atención (TDA) afecta, según estudios recientes, entre el 5% y el 7% de los niños en edad escolar, y suele pasar desapercibido en las niñas, donde predomina la forma inatenta sin hiperactividad visible. En los años 80, ni siquiera existía un protocolo de detección claro para ellas.

Desde las ciencias cognitivas, hoy sabemos que el TDA implica un desbalance en los circuitos dopaminérgicos del cerebro, especialmente en el córtex prefrontal, que regula funciones ejecutivas como la planificación, la atención sostenida y la memoria de trabajo. No es que el niño o la niña “no quiera prestar atención”, sino que su cerebro reacciona de manera distinta a los estímulos. En mi caso, bastaba con una imagen bonita, como aquel barquito en el libro de lectura, para que empezara un viaje interior lleno de ideas encadenadas.

El problema no era aprender: era aprender al ritmo del sistema. Mientras los demás seguían la secuencia de la clase, yo me perdía en las conexiones profundas de un concepto, o me distraía resolviendo acertijos mentales que nadie me había planteado. Y si bien en ciertos momentos lograba conectarme, como con los cubitos que me ayudaron a comprender el “1+1=2”, a menudo ya era tarde: la clase había pasado a otra cosa. Así funcionaba mi atención: intensa, pero discontinua. Brillante, pero imprevisible.

Adolescencia, fatiga emocional y estrategias de supervivencia

Adolescente, creyendo haber superado la dislexia y siguiendo una escolaridad normal pero sin brillo, comprendí que, para poder estar atenta, necesitaba moverme. Hacer deporte, escribir cuentos para vaciar la mente. Así comenzaron mis primeros relatos infantiles, y funcionó. Podía estar más atenta en clase, comenzaba a memorizar... pero al final del día, estaba agotada. Desde entonces, soñaba casi cada semana que me desmayaba para no tener que despertarme.

No podía aprender casi nada de memoria. Me apoyaba en mi atención durante las clases, sobre todo por la mañana, cuando mi mente aún podía mantenerse enfocada. Sabía que había emociones que necesitaban salir, pero no sabía cuáles eran ni cómo expresarlas. Era como un velo emocional, una niebla difusa, que generaba una fatiga cognitiva persistente.

Este fenómeno tiene hoy un nombre: niebla mental o "brain fog", reconocido por la neurociencia como un síntoma asociado a diversos perfiles cognitivos, entre ellos el TDA y la hipersensibilidad emocional. Se estima que entre el 20% y el 30% de los adolescentes con TDA presentan niveles altos de fatiga mental diaria, según estudios publicados por la revista Journal of Attention Disorders. Esta fatiga se manifiesta en dificultad para sostener la atención, escasa capacidad de recuperación tras el esfuerzo y una sobrecarga emocional que no siempre es verbalizable.

Según el INSERM y estudios de la Universidad de Laval (Canadá), la corteza prefrontal, que regula la atención, las emociones y la planificación, se ve particularmente desregulada en el TDA. Esta región necesita más glucosa y dopamina para funcionar correctamente. De allí mi necesidad instintiva de azúcar, de risa explosiva, de bromas absurdas o de correr hasta quedarme sin aliento. Y también de escribir. Porque escribir no era solo una forma de vaciarme, sino de organizar mi pensamiento caótico.

Pero es importante aclarar que el "brain fog" no es exclusivo del TDA. También afecta a personas con ansiedad, depresión, trastornos del sueño, menopausia, e incluso a quienes han pasado por COVID prolongado. Es un fenómeno transversal que pone de relieve la interacción entre emociones, cuerpo y cerebro.

En mi caso, esa niebla era diaria. No me impedía vivir ni sonreír, pero hacía que cada jornada escolar fuera una maratón silenciosa. Una carrera donde mis propias estrategias eran mi tabla de salvación: un bolígrafo, una pista de atletismo, una carcajada compartida y una hoja donde dejar descansar las emociones no nombradas.

Integrar el mundo en fragmentos: el descanso que no descansa (TDA, emociones y neurociencia)

El descanso no era descanso. Por las noches, mientras los demás niños dormían, yo repasaba en mi cabeza las relaciones nuevas, los rostros, las situaciones inesperadas, las novedades intelectuales. Lo hacía sin orden aparente, como si mi mente necesitara desmontar cada interacción para procesarla después, en trozos. No podía controlar el comienzo ni el final de estos pensamientos. Era como si tuviera que adaptarme a lo vivido en diferido, reconstruyendo la realidad pieza por pieza, como un rompecabezas emocional y cognitivo.

A los 46 años, todavía me sucede. Cuando entro en un entorno nuevo, la sobrecarga sensorial o relacional me acompaña durante la noche. Y aunque ya no me desborda, sigo necesitando tiempo para absorber el cambio. La diferencia es que ahora sé por qué.

La neurociencia ha demostrado que en los perfiles con TDA (Trastorno por Déficit de Atención, con o sin hiperactividad), ciertas zonas del cerebro vinculadas a la memoria de trabajo, a la inhibición de estímulos y a la regulación emocional presentan una actividad distinta. Según un estudio publicado en Biological Psychiatry (Cortese et al., 2012), las personas con TDA presentan una disminución de la conectividad entre la red por defecto (DMN) y la red ejecutiva, lo cual genera una dificultad para desconectar del procesamiento interno incluso en momentos de descanso.

En otras palabras, mientras el cerebro típico se relaja y deja espacio a la reparación emocional y cognitiva, el cerebro con TDA sigue «funcionando», buscando integrar lo vivido. Esta integración emocional y cognitiva fragmentada puede explicar por qué muchos adolescentes y adultos con TDA se sienten cansados incluso después de haber dormido bien.

A esto se suma la dificultad para regular los ritmos circadianos: hasta un 73% de las personas con TDA presentan alteraciones del sueño, como insomnio, despertares frecuentes o somnolencia diurna (Corkum et al., 2008). El procesamiento emocional no resuelto —o difuso— añade una capa de complejidad: lo que no se expresa, lo que no se ordena, queda flotando en forma de niebla emocional. No siempre es exclusivo del TDA, pero sí es más frecuente en quienes combinan este perfil con una alta sensibilidad emocional.

Así, el descanso puede parecer descanso desde fuera, pero por dentro, el cerebro trabaja como un editor de vídeo intentando recomponer los fragmentos del día.

Si algo he aprendido con los años, es que no se trata de «arreglar» esta forma de ser. Se trata de comprenderla, de honrar sus ritmos, y de crear entornos donde ese procesamiento diferido sea posible y respetado.

Vivir la piel del otro: TDAH, hipersensibilidad y trabajo en entornos emocionales complejos

Tras algunos pasos laterales en mi trayectoria como comercial, tuve la suerte de trabajar en el día a día de la Protección a la Infancia, y en ocasiones en ITEP (Institutos Terapéuticos, Educativos y Pedagógicos), donde ciertos perfiles cognitivos como el TDAH están sobrerrepresentados entre los menores acompañados. Allí, comprendí que mi hipersensibilidad y mi lentitud para vivir mis propias emociones eran, en realidad, una fuerza tranquila en entornos de alta carga emocional. No reaccionaba de forma inmediata, pero las emociones de los demás las sentía a flor de mi propia piel, como si mi sistema nervioso fuera un eco silente de sus tormentas.

Esta percepción aumentada tiene una base neurobiológica. Estudios recientes indican que aproximadamente el 20% de la población presenta rasgos de alta sensibilidad (Aron & Aron, 1997). En el caso de las personas con TDAH, esta cifra puede ascender a más del 40% (Ramsay, 2020). La hipersensibilidad no solo implica una mayor reactividad emocional, sino también una mayor empatía somática: el cuerpo "siente" antes que la mente lo comprenda. En contextos como la protección a la infancia, esta cualidad puede convertirse en una herramienta fina de observación y acompañamiento, si se canaliza adecuadamente.

Sin embargo, también supone un riesgo de agotamiento emocional y cognitivo. En entornos donde se cruzan traumas, crisis y urgencias, esta porosidad emocional necesita ser cuidada, acompañada y sostenida. Aprender a distinguir entre lo que uno siente y lo que el otro proyecta es parte del camino de quienes, como yo, sienten la vida con el volumen emocional subido al máximo.

El peso invisible de una palabra: reflexiones tras un diagnóstico tardío

En Francia se habla de "handicap" con una naturalidad institucional, pero confieso que hasta recibir el diagnóstico a los 45 años, nunca me había definido con esa palabra. Me parecía lejana, ajena, reservada a otros. ¿Cómo podría yo tener un "handicap cognitivo" con un bachillerato literario con opción matemáticas, un BTS en acción comercial, un título de ESC en Marketing, un máster de mística realizado en España y un certificado de SEO obtenido recientemente? Tantos diplomas... para acabar enfrentándome a una expresión que hasta entonces me parecía incompatible con mi trayectoria.

Y sin embargo, los números hablan. En Francia, el diagnóstico de los Trastornos por Déficit de Atención (TDAH o TDA) en adultos sigue siendo tardío: según la Haute Autorité de Santé (HAS), se estima que alrededor del 2,5% de los adultos presentan TDAH, pero la mayoría no está diagnosticada. A nivel internacional, según datos de la revista The Lancet Psychiatry, solo el 20% de los adultos con TDAH reciben un diagnóstico correcto.

Este desfase tiene consecuencias directas: dificultades para mantener empleos estables, problemas de autoestima, agotamiento cognitivo, y a menudo una incomprensión estructural por parte del entorno laboral o académico. Muchos perfiles como el mío han desarrollado estrategias de compensación tan sofisticadas que el mundo exterior nunca sospechó la presencia de una condición neurodivergente. Pero el costo interno fue alto: fatiga, autoexigencia extrema, dudas permanentes.

La ciencia cognitiva actual permite comprender mejor estos perfiles. Se habla de funciones ejecutivas alteradas, de dificultad para regular la atención, gestionar el tiempo o priorizar. Se entiende también que el coeficiente intelectual alto o la cultura general no protegen del sufrimiento cotidiano, ni del desgaste. El cerebro de una persona con TDAH, por ejemplo, muestra menos actividad en la corteza prefrontal dorsolateral, zona implicada en la planificación y el control de impulsos.

Redefinir el concepto de "handicap cognitivo" es, por tanto, urgente. No se trata de incapacidad, sino de una manera distinta de procesar el mundo. Una que necesita ajustes, acompañamiento, y sobre todo, reconocimiento. Porque el verdadero obstáculo no está en el funcionamiento cerebral, sino en la mirada que la sociedad impone sobre lo que es o no "normal".

Si me hubieran diagnosticado TDA a los seis años...

A veces me pregunto si mi recorrido académico y profesional habría sido el mismo si me hubieran diagnosticado Trastorno por Déficit de Atención (TDA) a los seis años. Imaginemos una niña pequeña con un acompañamiento personalizado, una AESH (auxiliar de vida escolar) para compensar lo que su perfil cognitivo no le permite hacer sin ayuda. Una escuela inclusiva que adapte sus metodologías al ritmo de esa niña soñadora, que no siempre capta las instrucciones en el momento exacto, pero que luego conecta los puntos en silencio, cuando nadie la mira. Tal vez, en ese escenario, habría olvidado el marco común, el esfuerzo invisible, la autodisciplina nacida de la incomprensión.

Hoy, con 46 años, me pregunto: ¿cuál habría sido mi grado de determinación si me hubiera definido desde el principio por lo que "se sabe" del TDAH (la versión hiperactiva) y no por lo poco que se conoce del TDA (la versión inatenta, silenciosa, muchas veces femenina)? Tal vez habría bajado los brazos desde los primeros signos de fatiga cognitiva o de sobrecarga sensorial.

Sí, también soy hipersensible: a los ruidos fuertes, a las luces intensas, a las emociones ajenas que siento en mi propia piel. Cuando estoy cansada, todo se amplifica: la luz me hiere los ojos, los sonidos se transforman en agresiones, las emociones no dichas de los demás retumban dentro de mí.

El TDA y el TDAH siguen siendo subestimados, especialmente en niñas. Según estudios de la revista The Lancet Psychiatry, las niñas con TDAH son diagnosticadas en promedio cinco años más tarde que los niños. En muchos casos, ni siquiera se diagnostica el TDA, por su forma más pasiva y menos disruptiva. En España, se estima que entre el 3% y el 7% de la población infantil tiene TDAH, pero las cifras podrían ser más altas si se incluyera el TDA no hiperactivo.

Y en cuanto a la hipersensibilidad, investigaciones recientes de la Universidad de Stony Brook en Nueva York muestran que las personas neurodivergentes tienen una mayor activación en la amígdala y la corteza sensorial frente a estímulos comunes. En otras palabras, lo que para otros es un sonido, para mí puede ser una tormenta.

La reflexión queda abierta. Porque todavía estamos a tiempo de cambiar la historia de muchos pequeños que, como yo, se fugaban en silencio hacia otros mundos mientras la clase avanzaba.

Poner la etiqueta del TDA/TDAH

Muchos padres dudan a la hora de hacer diagnosticar a su hijo por miedo a la etiqueta que pueda recaer sobre él. Y lo entiendo. Sin embargo, debo reconocer que desde que fui diagnosticada con TDA y que me permití a mí misma pronunciar esa palabra temida —"discapacidad cognitiva"—, ya no sueño que me desmayo. Aquel sueño recurrente de evanecerme para no tener que despertarme, símbolo inconsciente de una carga mental demasiado pesada, desapareció cuando aprendí a dar un ritmo aceptable a mi cuerpo, a reconocer mis límites, y a cuidar mis recursos mentales.

Hoy, con Medikinet como ayuda farmacológica —una herramienta, no una solución milagrosa— y con rutinas adaptadas, puedo trabajar en profundidad. Me dedico, por ejemplo, al maillage interno y a los clústeres semánticos de un sitio web trilingüe con miles de páginas. Es un trabajo que exige una visión global, una estructuración precisa, una atención dividida pero flexible, y una capacidad de conexión asociativa que el cerebro TDA sabe movilizar cuando está acompañado adecuadamente.

Según cifras de la Federación Española de Asociaciones de Ayuda al Déficit de Atención e Hiperactividad (FEAADAH), un 5% de la población infantil y adolescente presenta TDAH, y se estima que al menos un 2,5% de los adultos siguen teniendo síntomas que afectan su vida cotidiana. De estos, una gran parte no está diagnosticada. Estudios recientes en neurociencias (como los del INSERM en Francia o del NIH en EE.UU.) revelan que el cerebro con TDA o TDAH presenta una actividad diferente en el circuito de la dopamina, lo que afecta directamente la capacidad de mantenerse en una tarea lineal sin estimulación emocional o novedad perceptiva. Esto explica por qué las tareas repetitivas o sin sentido profundo nos agotan de forma prematura, mientras que las tareas creativas, complejas, que implican conexiones profundas, pueden llevarnos a un estado de flow.

Desde que fui diagnosticada, no solo duermo mejor. También vivo mejor. He aprendido que mi mente no funciona en línea recta, pero eso no significa que funcione mal. Al contrario: tengo una capacidad de visión arborescente, una intuición relacional muy fina, una facilidad para captar los detalles no verbales, y una memoria episódica emocional poderosa. Estas habilidades no son comunes en los perfiles neurotípicos. Lo que para otros puede parecer un defecto —la distracción, la lentitud, la fatiga—, en mi caso es el coste de una percepción más rica, de una empatía visceral y de una creatividad estructurante.

Hoy aprovecho las riquezas insospechadas de esta neurodivergencia, y eso sólo desde hace unos pocos meses. A los 46 años, sigo redescubriéndome con cada paso. Y si alguien me hubiera dicho antes que esa palabra, "discapacidad", podía liberarme más que encerrarme, habría tal vez sufrido menos. Por eso hoy escribo. Para que otras personas, madres, padres, docentes, terapeutas, no teman tanto las etiquetas. A veces, nombrar permite respirar. Y respirar, en mi caso, fue volver a vivir.

Un entorno adaptado para un cerebro singular: eligiendo la autonomía frente a la sobrecarga sensorial

Es evidente que me hice autónoma para ejercer el oficio que amo, pero también para trabajar en condiciones adaptadas a mi perfil neurosingular. Lejos de los open spaces y sin tener que justificar mi "discapacidad" ante un empleador. Sin embargo, este entorno de trabajo personalizado no es un lujo: es una necesidad.

Además del TDA, soy altamente sensible al ruido, a la luz, a las emociones. En un open space, más allá de sentir intensamente la presencia de los demás, no veo gran interés cognitivo. Es una acumulación constante de sobrecarga sensorial sin propósito funcional. Las emociones de otros, su cerebro que funciona de forma holística, los percibo como una piel que toca otra piel: directo, sin filtro, como si fuera una prolongación mía.

Observo cómo opera un cerebro neurotípico, donde la emoción no está desconectada del lenguaje ni de la expresión no verbal. Sin embargo, en mí, todo llega en forma de secuencias. Como un escaneo muy preciso del otro. Y lo más fascinante: también veo a los demás reaccionar inconscientemente a este escaneo, como si una parte de ellos captara esa conexión silenciosa.

Mi cerebro funciona en arborescencia desencadenada. Primero hay un gran vacío. Luego, una chispa. Esa chispa activa miles de ideas simultáneamente. Cada una tiene su propia densidad, movimiento, luz. Es como un cielo estrellado que se enciende de golpe, lleno de conexiones invisibles. Pero generalmente, reina el silencio. Hasta que el torrente llega, como una lluvia de estrellas que despiertan memorias dormidas.

Apoyo desde las neurociencias

Estudios de neuroimagen muestran que los cerebros con TDAH e incluso aquellos con TDA sin hiperactividad manifiesta, activan zonas cerebrales de forma diferente a los neurotípicos. Por ejemplo, en estados de descanso, la Red Neuronal por Defecto (DMN) está hiperactiva, lo que podría explicar por qué tantas ideas surgen incluso sin estímulos externos (Castellanos et al., 2008).

Además, la arborescencia mental es una característica frecuente en personas con TDA, TDAH o alta sensibilidad. Estas conexiones en cascada tienen un alto coste energético y cognitivo. No se trata de distracción sino de una forma de procesamiento divergente, no lineal, que puede resultar muy potente en tareas creativas o estrategias complejas, pero desgastante en entornos saturados.

Según un estudio de la Universidad de California (Aron et al., 2010), las personas altamente sensibles procesan la información sensorial más profundamente y muestran una mayor activación en las áreas relacionadas con la empatía y el procesamiento emocional.

Este tipo de procesamiento requiere un entorno seguro, predecible y con pocos estímulos externos para desplegar su potencial sin colapsar. De ahí la importancia de modelos de trabajo que permitan adaptar el entorno a la neurodivergencia. Porque el coste no es solo emocional, también es físico y cognitivo: fatiga, ansiedad, desregulación.

Conclusión

Mi elección profesional no responde solo a una pasión, sino también a una necesidad vital. Necesito silencio para que las conexiones mentales surjan, necesito ritmos humanos, pausados, para procesar el mundo. Elegí emprender no como escape, sino como forma de alinear mi realidad cognitiva con mis valores y mis dones. Porque la neurodivergencia, bien acompañada, no es una barrera, sino una forma diferente (y a veces más profunda) de habitar el mundo.